Tuesday, September 06, 2005

LA TRITURADORA (Stephen King)

El agente Hunton llegó a la lavandería en el mismo momento en que partía la ambulancia..., lentamente, sin hacer sonar la sirena ni centellear las luces. Ominosa. Dentro, la oficina estaba atestada de personas que se arremolinaban, silenciosas, algunas de ellas llorando. La planta propiamente dicha estaba vacía. Ni siquiera habían detenido las grandes lavadoras automáticas del fondo. Esto aumentó la desconfianza de Hunton. La multitud debería haber estado en la escena del accidente, no en la oficina. Así eran las cosas: el animal humano tenía la necesidad instintiva de ver los despojos. Por tanto, el cuadro debía ser espantoso. Hunton sintió que se le crispaba el estómago, como sucedía siempre que se encontraba con un accidente muy cruento. Los catorce años que había pasado limpiando restos humanos de las carreteras y las calles y las aceras al pie de edificios muy altos no habían bastado para aquietar la convulsión de su estómago, la sensación de que algo abyecto se le había apelmazado ahí dentro.
Un hombre vestido con una camisa blanca vio a Hunton y se le acercó renuentemente. Parecía un búfalo, con la cabeza inclinada hacia delante entre los hombros, con las venas de la nariz y las mejillas rotas ya fuera por obra de la alta tensión sanguínea o por un exceso de pláticas con la botella marrón. Se esforzaba por articular las palabras, pero después de dos ensayos frustrados, Hunton le interrumpió perentoriamente.
—¿Usted es el propietario? ¿El señor Gartley?
—No... no. Soy Stanner. El encargado. Dios, esto...
Hunton sacó su libreta.
—Por favor, muéstreme el lugar del accidente, señor Stanner, y cuénteme qué sucedió.
Stanner pareció palidecer aún más. Las manchas de su nariz y sus mejillas resaltaban como marcas de nacimiento.
—¿Es..., necesario?
Hunton arqueó las cejas.
—Me temo que sí. La llamada que recibí especificó que había sido un caso grave.
—Grave... –Stanner parecía estar pugnando con sus cuerdas vocales. Su nuez de Adán subió y bajó brevemente como un mono por una estaca—. La señora Frawley ha muerto. Jesús, cuánto lamento que Bill Gartley no esté aquí
—¿Qué sucedió?
—Será mejor que venga conmigo –respondió Stanner.
Condujo a Antón a lo largo de una hilera de planchas de mano, de una unidad de plegado de camisas y por fin se detuvo delante de una máquina marcadora de prendas. Se pasó una mano temblorosa por la frente.
—Tendrá que seguir solo, agente. No puedo volver a mirarla. Me pone... No puedo. Lo lamento.
Hunton contorneó la máquina marcadora con una vaga sensación de desdén por ese hombre. Montan una empresa desorganizada, recortan gastos, hacen circular vapor hirviente por tuberías mal soldadas, trabajan con limpiadores químicos sin la protección debida, y finalmente alguien se lastima. O muere. Después no quieren mirar. No pueden...
Hunton lo vio.
La máquina seguía funcionando. Nadie la había desactivado. La máquina que más tarde llegó a conocer íntimamente: la <>. Un nombre largo y engorroso. La gente que trabajaba allí entre el vapor y la humedad la había bautizado con un nombre más apropiado. La trituradora.
Hunton le echó una larga mirada glacial, y después hizo algo por primera vez en sus catorce años de agente del orden: dio media vulta, se llevó la boca a una mano convulsionada y vomitó.
—No has comido mucho –comentó Jackson.
Las mujeres estaban dentro, lavando los platos y hablando de los críos mientras John Hunton y Mark Jackson descansaban en las tumbonas, cerca del aromático asador. Hunton sonrió ligeramente mientras pensaba que su amigo se había quedado corto. No había comido nada.
—Hoy hubo un accidente atroz –dijo—. El peor.
—¿Automovilístico?
—No. Industrial.
—¿Sangriento?
Hunton no respondió inmediatamente, pero hizo una mueca involuntaria, convulsiva. Cogió una cerveza de la nevera que descansaba entre ellos dos, la abrió y bebió la mitad del contenido.
—¿Supongo que vosotros los profesores universitarios no sabéis nada de lavanderías industriales?
Jackson lanzó una risita.
—Aquí tienes uno que sí sabe algo. Cuando era estudiante pasé un verano trabajando en uno de esos establecimientos.
—¿Entonces conoces la máquina ultraveloz de planchar y plegar?
Jackson hizo un ademán afirmativo.
—Claro que sí. Pasan por ella la ropa húmeda, sobre todo sábanas y manteles. Una máquina grande y larga.
—Eso es –murmuró Hunton—. Una mujer llamada Adelle Frawley quedó atrapada en ella en la lavandería <>, en el otro extremo de la ciudad. La máquina la succionó.
Jackson pareció súbitamente descompuesto.
—Pero..., eso es imposible, Johnny. Hay una barra de seguridad. Si una de las mujeres que alimentan la máquina mete accidentalmente la mano debajo de la barra, ésta se levanta y detiene el mecanismo. Por lo menos eso es lo que recuerdo.
Hunton asintió con un movimiento de cabeza.
—Así está estipulado que debe ser. Pero sucedió.
Hunton cerró los ojos y volvió a ver en la oscuridad de la máquina de planchar ultraveloz <>, tal como la había visto esa tarde. Tenía la forma de una larga caja rectangular, de diez metros por dos. En el alimentador, una correa móvil de lona se deslizaba debajo de la barra de seguridad, empinándose un poco hacia arriba y después hacia abajo. La correa transportaba las sábanas apenas húmedas, arrugadas, en un ciclo continuo que las hacía pasar por arriba y por debajo de dieciséis rodillos giratorios que componían el cuerpo principal de la máquina. Ocho arriba y ocho abajo, que las apretaban como si fueran delgadas lonchas de jamón entre varias capas de pan supercaliente. Para el secado máximo la temperatura del vapor de los rodillos se podía ajustar hasta los 300 grados. Para eliminar hasta la última arruga, la presión ejercida sobre las sábanas montadas en la cinta era de cuatrocientos kilos por decímetro cuadrado.
Y la señora Frawley había sido atrapada, quién sabe cómo, y arrastrada al interior del mecanismo. Los rodillos de acero recubiertos con amianto habían quedado tan rojos como la pintura de un granero, y la nube de vapor de la máquina había dispersado el nauseabundo hedor de la sangre caliente. Diez metros más adelante, el otro extremo de la máquina había escupido fragmentos de su blusa blanca y sus pantalones azules, e incluso jirones desgarrados de su sostén y sus bragas, con los trozos más grandes de tela plegados con grotesca y ensangrentada pulcritud por el dispositivo automático. Pero ni siquiera eso había sido lo peor.
—Trató de plegarlo todo –le explicó a Jackson, con sabor a bilis en la garganta—. Pero un ser humano no es una sábana, Mark. Lo que vi..., lo que quedaba de ella... –Igual que Stanner, el desventurado encargado, no pudo terminar la frase—. Se la llevaron en un cesto –murmuró.
Jackson lanzó un silbido.
—¿A quién se hará responsable? ¿A la lavandería o a los inspectores oficiales?
—Aún no lo sé –respondió Hunton. La imagen aviesa todavía flotaba sobre su retina, la imagen de la trituradora que bufaba y repiqueteaba y siseaba, la imagen de la sangre que chorreaba por los costados verdes del largo gabinete, su fetidez quemante...—. Antes habrá que averiguar quién verificó la maldita barra de seguridad y en qué circunstancias lo hizo.
—Si fue la administración de la lavandería, ¿crees que podrán librarse?
La sonrisa de Hunton estuvo desprovista de humor.
—Ella ha muerto, Mark. Si Gartley y Stanner han escatimado en el mantenimiento de la máquina de planchar ultraveloz, irán a la cárcel. Aunque tengan influencia en el Ayuntamiento.
—¿Crees que eso fue lo que sucedió?
Hunton pensó en la lavandería <>, mal iluminada, con los pisos húmedos y resbalosos, con algunas máquinas increíblemente antiguas y chirriantes.
—Es probable que sí –contestó en voz baja.
Se levantaron para entrar juntos en la casa.
—Cuando termine la investigación, Johnny, cuéntame a qué conclusión llegan –dijo Jackson—. El caso me interesa.
Hunton se había equivocado respecto de la trituradora. Estaba en condiciones impecables.
Seis inspectores oficiales la revisaron antes de la audiencia, pieza por pieza. El resultado fue totalmente negativo. El veredicto de la instrucción fue de muerte accidental.
Hunton, atónito acorraló a Roger Martin, uno de los inspectores, después de la audiencia. Martín era un personaje alto con gafas tan gruesas como culos de vasos. Mientras Hunton le interrogaba, no cesó de juguetear con un bolígrafo.
—¿Nada? ¿No hay nada que decir de la máquina?
—Nada –ratificó Martin—. Por supuesto, la barra de seguridad fue el meollo de la investigación. Funcionaba perfectamente. Ya oyó el testimonio de la señora Gillian. La señora Frawley debió de adelantar demasiado la mano. Nadie vio cómo lo hacía, porque todos estaban atentos a sus respectivos trabajos. Ella empezó a gritar. Su mano ya había desaparecido y la máquina le estaba pillando el brazo. En lugar de desconectar la máquina, trataron de sacar a la víctima. Se dejaron dominar por el pánico. Otra mujer, la señora Keene, dijo que ella sí trató de desactivarla, pero es razonable suponer que, en medio de la confusión, pulsó el botón de arranque en lugar de pulsar el del freno. Para entonces ya era demasiado tarde.
—O sea que no funcionó la barra de seguridad –dictaminó Hunton categóricamente—. A menos que ella pasara la mano por encima de la barra en lugar de pasarla por debajo.
—Eso es imposible. Sobre la barra de seguridad hay una plancha de acero inoxidable. Y la barra no dejó de funcionar. Está unida por un circuito a la máquina propiamente dicha. Si la barra de seguridad salta, la máquina se detiene.
—¿Entonces cómo sucedió, por todos los diablos?
—No lo sabemos. Mis colegas y yo opinamos que la señora Frawley tuvo que caer desde arriba, para que ésta pudiera matarla. Y cuando se produjo el accidente tenía ambos pies en el suelo. Lo han confirmado una docena de testigos.
—Está describiendo un accidente imposible –dijo Hunton.
—No. Sólo un accidente que no entendemos. –Martin hizo una pausa, vaciló y luego agregó—: Le diré algo, Hunton, puesto que parece haber tomado el caso tan a pecho. Si se lo repite a alguien, negaré hablerlo dicho. Pero no me gustó la máquina. Casi..., parecía estar burlándose de nosotros. En los últimos cinco años he inspeccionado regularmente más de una docena de máquinas de planchar ultraveloces. Algunas de ellas están en tan malas condiciones que no dejaría un perro suelto cerca de ellas: la ley es lamentablemente indulgente. Pero al fin y al cabo eran sólo máquinas. En cambio esta otra... es una aberración. No sé por qué, pero lo es. Creo que si hubiera encontrado el mínimo pretexto, aunque sólo se tratara de una sutileza, habría ordenado inmovilizarla. ¿Absurdo, verdad?
—Yo sentí lo mismo –replicó Hunton.
—Le contaré algo que sucedió hace dos años en Milton –continuó el inspector. Se quitó las gafas y empezó a frotarlas con movimientos pausados contra el chaleco—. Un tipo había abandonado una vieja nevera en el patio trasero de su casa. La mujer que nos telefoneó dijo que su perro había quedado encerrado en ella y se había asfixiado. Le pedimos a la Policía del Estado que le informara a ese hombre que debía arrojar el artefacto en el basurero municipal. Era un tipo amable, que sintió lo que le había ocurrido al perro. Cargó la nevera en su furgoneta y a la mañana siguiente la llevó al basurero. Esa tarde, una mujer del barrio denunció que había desaparecido su hijo.
—Cielos –murmuró Hunton.
—La nevera estaba en el basurero con el niño dentro, muerto. Un crío espabilado, según la madre. Dijo que era tan poco posible que se metiese en una nevera vacía como que subiese a un coche con un desconocido. Pues sin embargo lo hizo. Cerramos el expediente. ¿Cree que ahí terminó todo?
—Supongo que sí.
—No. Al día siguiente el encargado del basurero fue a quitarle la puerta al artefacto. Ordenanza Municipal número 58 sobre conservación de basureros públicos.—Martin le miró impasiblemente—. Encontró dentro seis pájaros muertos. Gaviotas, gorriones, un petirrojo. Y al parecer, mientras los estaba sacando la puerta se le cerró sobre el brazo. Dio un respingo tremendo. Ésa es la impresión que me produce la trituradora de <>, Hunton. No me gusta.
Se miraron en silencio, dentro de la vacía sala de audiencias, a una seis manzanas del lugar donde la <> se alzaba en la lavandería bulliciosa, bufando y exhalando vapor sobre sus sábanas.
Al cabo de una semana los apremios de la labor policial más prosaica le hicieron olvidar el caso. Sólo volvió a evocarlo cuando él y su esposa visitaron la casa de Mark Jackson para pasar la velada jugando a las cartas y tomando cerveza.
Jackson le recibió diciendo:
—¿Alguna vez te has preguntado si la máquina de la que me hablaste está embrujada, Johnny?
—Hunton parpadeó, desconcertado.
—¿Qué dices?
—La máquina de planchar ultraveloz de la lavandería <>. Supongo que esta vez no recibiste la denuncia.
—¿Qué denuncia? –inquirió Hunton, interesado.
Jackson le pasó el periódico de la noche y le señaló una noticia que figuraba al pie de la segunda página. El artículo informaba que en la lavandería <> había estallado un tubo de vapor, y que las emanaciones habían quemado a tres de las seis mujeres que trabajaban en la boca de alimentación. El accidente se había producido a las 15.45 y había sido atribuido al aumento de presión en la caldera del establecimiento. Una de las mujeres, la señora Annette Gillian, había sido internada en el City Receiving Hospital con quemaduras de segundo grado.
—Qué extraña coincidencia –comentó, pero súbitamente recordó las palabras que el inspector Martín había pronunciado en la sala de audiencias vacía: Es una aberración... Y también la historia del perro y el niño y los pájaros atrapados en la nevera abandonada.
Esa noche jugó muy mal a las cartas.
Cuando Hunton entró en la habitación de cuatro camas, en el hospital, la señora Gillian estaba recostada en su lecho, leyendo Screen Secrets. Un gran vendaje le cubría un brazo y una parte del cuello. La otra ocupante del cuarto, una mujer joven de facciones pálidas, dormía.
La señora Gillian parpadeó al ver el uniforme azul y después sonrió tímidamente.
—Si es por la señora Cherinikov tendrá que volver más tarde. Acaban de darle su medicación.
—No, vengo por usted, señora Gillian –respondió Hunton— la sonrisa de la mujer se diluyó un poco—. Es una visita extraoficial, lo cual significa que el accidente de la lavandería ha despertado mi curiosidad. John Hunton –se presentó, tendiendo la mano.
Ésa fue la táctica correcta. La sonrisa de la señora Gillian se iluminó y le dio un apretón desmañado con la mano sana.
—Le contaré todo lo que sé, señor Hunton. Válgame Dios, pensé que mi Andy había vuelto a tener jaleo en la escuela.
—¿Qué sucedió?
—Estábamos pasando las sábanas y la máquina de planchar estalló..., o ésa fue la impresión. Yo estaba pensando en volver a casa y sacar a pasear los perros cuando se produjo ese fuerte estallido, como el de una bomba. Vapor por todas partes, y ese siseo... espantoso. –Su sonrisa fluctuó, al borde de la extinción—. Era como si la máquina de planchar respirase. Como un dragón, sí señor. Y Alberta, o sea Alberta Keene, gritó que algo estaba explotando y todos comenzaron a correr y a dar alaridos y Ginny Jason decía a gritos que se había quemado. Yo también quise correr pero me caí. Sólo entonces me di cuenta de que yo rea la más afectada. Por suerte no fue peor. El vapor alcanza una temperatura de trescientos grados.
—El periódico dice que estalló un tubo. ¿Qué significa eso?
—El tubo superior se empalma con esta especie de tubo flexible que alimenta la máquina. George, o sea el señor Stanner, dio que la caldera debió de despedir un chorro muy fuerte o algo parecido. El tubo se partió en dos.
A Hunton no se le ocurrió ninguna otra pregunta. Se disponía a irse cuando la señora Gillian comentó pensativa:
—Nunca tuvimos tantos contratiempos con esa máquina. Sólo recientemente. La rotura del tubo de vapor. El accidente atroz de la señora Frawley, que en paz descanse. Y los problemas menores. Como cuando a Essie se le enganchó el vestido en una de las cadenas de tracción— podría haber sido peligroso si ella no lo hubiera desgarrado para zafarlo. Se caen las tuercas y otras piezas. Oh, Herb Diment, que es el mecánico de la lavandería, tiene muchos problemas con la máquina. Las sábanas se atascan en la plegadora. George dice que es porque usan demasiado apresto en las lavadoras, pero antes no sucedía nada. Ahora las chicas aborrecen trabajar allí. Essie incluso dice que han quedado atrapados pedacitos de Adelle Frawley y que es un sacrilegio o algo así. Como si sobre la máquina pesara una maldición. Todo empezó el día en que Sherry se cortó la mano con uno de los tornillos.
—¿Sherry? –preguntó Hunton.
—Sherry Oulette. Una chiquilla encantadora, que acababa de salir de la escuela secundaria. Una buena operaria. Pero un poco torpe, a veces. Usted sabe cómo son las jóvenes.
—¿Se cortó la mano?
—Oh, eso no fue nada extraño. Verá, hay tronillos para ajustar la correa de alimentación. Sherry los estaba apretando para poder introducir una carga más pesada y probablemente soñaba con un chico. Se cortó un dedo y lo salpicó todo con sangre. –La señora Gillian pareció intrigada—. Fue a partir de entonces cuando empezaron a caerse las tuercas. Adelle fue... usted sabe... aproximadamente una semana más tarde. Como si la máquina hubiera descubierto que le gustaba la sangre. ¿No cree que a veces a las mujeres se nos ocurren ideas raras, agente Hinton?
—Hunton –respondió él distraídamente, mirando al vacío por encima de la cabeza de la señora Gillian.
Paradójicamente, Hunton había conocido a Mark Jackson en una lavandería de la manzana que separaba sus casas, y era todavía allí donde el policía y el profesor de inglés mantenían sus conversaciones más interesantes.
Ahora estaban sentados el uno junto al otro en las flexibles sillas de plástico, mientras sus ropas giraban y giraban detrás de las ventanillas transparentes de las máquinas automáticas. El ejemplar en rústica de las obras completas de Milton que Jackson había llevado consigo descansaba olvidado mientras él escuchaba la historia de la señora Gillian, en la versión de Hunton.
Cuando éste hubo terminado, Jackson dijo:
—Un día te pregunté si habías pensado que la trituradora podía estar embrujada. Fue mitad en serio y mitad en broma. Ahora te repito la pregunta.
—No –respondió Hunton, ofuscado—. No seas estúpido
jackson contemplaba pensativo la rotación de las ropas.
—Embrujada es una palabra chocante. Digamos poseída. Hay casi tantos hechizos para embrujar como para exorcizar. La rama dorada de Frazier está repleta de ellos. Hay otros en las tradiciones druida y azteca. Y otros aún más antiguos, que se remontan al Egipto antiguo. Casi todos ellos se pueden reducir a unos asombrosos comunes denominadores. El más frecuente, por supuesto, es la sangre de virgen. –Miró a Hunton—. La señora Gillian dijo que los contratiempos empezaron después de que Sherry Oulette se cortó accidentalmente.
—Oh, por favor –protestó Hunton.
—Debes admitir que ella parece la persona indicada –comentó Jackson.
—Iré inmediatamente a su casa –asintió Hunton con una sonrisita—. Me imagino la escena. <>. ¿Crees que me darán tiempo para despedirme de Sandra y los niños antes de llevarme al manicomio?
—Estoy dispuesto a apostar que terminarás diciendo algo por el estilo –respondió Jackson, sin sonreír—. Hablo en serio, Johnny. Esa máquina me pone los pelos de punta, a pesar de que no la he visto nunca.
—En aras de la conversación –murmuró Hunton—, ¿cuáles son algunos de los otros comunes denominadores, como dices tú?
Jackson se encogió de hombros.
—Es difícil enumerarlos sin un estudio previo. La mayoría de las fórmulas de embrujos anglosajones especifican la tierra de una tumba o el ojo de un escuerzo. Los ensalmos europeos mencionan a menudo la mano de gloria, que puede interpretarse como la mano de un muerto o como uno de los alucinógenos empleados en el contexto del aquelarre de las brujas..., generalmente la belladona o un derivado de la psilocibina. Podría haber otros ingredientes.
—¿Y tú piensas que todos estos elementos se hallaban en el interior de la máquina de planchar de la lavandería <>? Dios mío, Mark, apuesto a que no hay belladona en un radio de ochocientos kilómetros. ¿O acaso imaginas que alguien amputó la mano de su tío Fred y la dejó caer en la plegadora?
—Si setecientos monos escribieran a máquina durante setecientos años...
—Uno de ellos escribiría las obras de Shakespeare –completó Hunton cáusticamente—. Vete al infierno. Te toca a ti ir a la farmacia a buscar monedas para las secadoras.
La forma en que George Stanner perdió el brazo en la trituradora fue muy curiosa.
El lumes a las siete de la mañana la lavandería estaba desierta, exceptuando a Stanner y a Herb Diment, el mecánico. Se hallaban lubricando los cojinetes de la trituradora, como lo hacían dos veces por año, antes del comienzo de la jornada regular de trabajo, a las siete y media. Diment estaba en el extremo de salida, engrasando las cuatro terminales secundarias y pensando en la impresión desagradable que últimamente le producía la máquina, cuando ésta arrancó súbitamente con un rugido.
Diment había levantado cuatro de las correas de salida para poder llegar al motor de abajo y repentinamente éstas se pusieron en movimiento entre sus manos, desollándole las palmas, arrastrándolo.
Se zafó con un tirón espasmódico pocos segundos antes de que las correas le metieran las manos en la plegadora.
—¡Santo cielo, George! –gritó—. ¡Frena este maldito aparato!
George Stanner empezó a lanzar alaridos.
El suyo fue un chillido agudo, ululante, demencial, que pobló la lavandería, reverberando en las planchas de acero de las lavadoras, en las bocas sonrientes de las prensas de vapor, en los ojos vacíos de las secadoras industriales. Stanner inhaló otra sibilante bocanada de aire y volvió a gritar:
—¡Oh, Dios mío, Dios mío, estoy atrapado ESTOY ATRAPADO...!
Los rodillos empezaron a generar vapor. La plegadora mordía y chasqueaba. Los cojinetes y los motores parecían chillar con vida propia.
Diment corrió hasta el otro extremo de la máquina.
El primer rodillo ya se estaba tiñendo de un siniestro color rojo. Diment dejó escapar un gemido gutural. La trituradora bramaba y traqueteaba y siseaba.
Un observador sordo habría pensado al principio que Stanner se limitaba a agacharse sobre la máquina en un ángulo extraño. Pero luego habría visto el rictus de su rostro pálido, sus ojos desorbitados, la boca convulsionada por un grito ininterrumpido. El brazo estaba desapareciendo bajo la barra de seguridad y bajo el primer rodillo. La tela de su camisa se había desgarrado en la costura del hombro y la parte superior del brazo se hinchaba grotescamente a medida que la presión hacía retroceder sistemáticamente la sangre.
—¡Frénala! –chilló Stanner. Su hombro se quebró con un crujido.
Diment pulsó el interruptor.
La trituradora siguió ronroneando, gruñendo y girando.
Incrédulo, volvió a apretar el botón una y otra vez... sin ningún resultado. La piel del brazo se había puesto brillante y tensa. No tardaría en rajarse con la presión que le aplicaba el rodillo, pero a pesar de todo Stanner conservaba el conocimiento y gritaba. Diment vislumbró una imagen caricaturesca, de pesadilla, que mostraba a un hombre aplastado por una apisonadora, un hombre del que sólo quedaba una sombra.
—Fusibles... –chilló Stanner. Su cabeza descendía, descendía a medida que la máquina le succionaba.
Diment dio media vuelta y corrió hacia la sala de calderas, en tanto los alaridos de Stanner le perseguían como fantasmas lunáticos. El olor mezclado de la sangre y el vapor impregnaba la atmósfera.
Sobre la pared de la izquierda había tres pesadas cajas que contenían todos los fusibles de la lavandería. Diment las abrió y empezó a arrancar los largos dispositivos cilíndricos como un loco, arrojándolos por encima del hombro. Se apagaron las luces del techo, después el compresor de aire, y por fin la caldera misma, con un fuerte lamento agonizante.
Pero la trituradora siguió girando. Los gritos de Stanner se habían reducido a gemidos gorgoteantes.
Los ojos de Diment se posaron sobre un hacha de bombero encerrada en una caja de vidrio. La cogió con un débil gimoteo gutural y volvió atrás. El brazo de Stanner había desaparecido casi hasta el hombro. Al cabo de pocos segundos su cuello doblado y tirante se quebraría contra la barra de seguridad.
—No puedo –balbuceó Diment, empuñando el hacha—. Jesús, George, no puedo, no puedo, no...
Ahora la máquina era un desolladero. La plegadora escupió jirones de camisa, pingajos de piel, un dedo. Stanner lanzó un feroz alarido espasmódico y Diment alzó el hacha y la descargó en medio de la penumbra del lavadero. Dos veces. Una vez más.
Stanner se desplomó hacia atrás, desmayado y violáceo, despidiendo un surtidor de sangre por el muñón de su hombro. La trituradora absorbió en sus entrañas lo que quedaba... y se detuvo sola.
Diment extrajo su cinturón de las presillas, sollozando, y empezó a armar un torniquete.
Hunton hablaba por teléfono con Roger Martin, el inspector. Jackson le miraba mientras hacía rodar pacientemente un balón de un lado a otro para que lo corriera la pequeña Patty Hunton, de tres años.
—¿Arrancó todos los fusibles? –preguntaba Hunton—. ¿Y el interruptor del freno no funcionó, eh...? ¿Han clausurado la máquina de planchar...? Estupendo. Magnífico. ¿Eh...? No, nada oficial. –Hunton frunció el ceño y después miró de soslayo a Jackson—. ¿Todavía le trae recuerdos de la nevera, Roger...? Sí. A mí también. Adiós.
Colgó el auricular y miró a Jackson.
—Vamos a ver a la chica, Mark.
Ella vivía en su propio apartamento (la actitud titubeante pero orgullosa con que les hizo entrar después de que Hunton hubo mostrado su credencial le hizo sospechar que no lo ocupaba desde hacía mucho tiempo), y se sentó en una posición incómoda, frente a ellos, en la sala puntillosamente decorada y pequeña como un sello de correos.
—Soy el agente Hunton y éste es mi colaborador, el señor Jackson. Se trata del accidente de la lavandería. –Hunton se sentía muy turbado en presencia de esa chica morena, de apocada belleza.
—Qué espantoso –murmuró Sherry Oulette—. Es el único lugar donde he trabajado. El señor Gartley es mi tío. Me gustó porque gracias a la lavandería me fue posible tener este apartamento y mis propios amigos. Ero ahora... es tan macabro.
—La Junta de Seguridad del Estado ha clausurado la máquina de planchar hasta que se complete la investigación –explicó Hunton—. ¿Lo sabía?
—Sí. –Sherry suspiró, inquieta—. No sé qué haré...
—Señorita Oulette –la interrumpió Jackson—, usted sufrió un accidente con la máquina, ¿no es cierto? Creo que se hirió la mano con un tornillo.
—Sí, me corté el dedo. –De pronto sus facciones se velaron—. Ése fue el primer accidente. –Lo miró con expresión afligida—. A veces tengo la impresión de que las chicas no me quieren tanto como antes..., como si me consideraran culpable.
—Debo formularle una pregunta indiscreta –dijo Jackson lentamente—. Una pregunta que no le gustará. Le parecerá absurdamente personal e improcedente, pero lo único que puedo advertirle es que no lo es. Sus respuestas no figurarán en ningún expediente.
La joven pareció asustada.
—¿He... he hecho algo malo?
Jackson sonrió y negó con la cabeza. Sherry se relajó. Gracias a Dios que tengo a Mark, pensó Hunton.
—Sin embargo, agregaré algo más. Es posible que la respuesta la ayude a conservar este hermoso pisito, a recuperar su empleo, y a devolver la normalidad a la lavandería.
—Contestaré cualquier pregunta, para que eso ocurra.
—Sherry, ¿usted es virgen?
La chica pareció totalmente pasmada, totalmente espantada, como si un sacerdote la hubiera abofeteado después de darle la comunión. Luego alzó la cabeza y señaló con un ademán su pulcro apartamento, como preguntándoles si creían que ésa podía ser una casa de citas.
—Me reservo para mi esposo –respondió sencillamente.
Hunton y Jackson intercambiaron una mirada serena, y en esa fracción de segundo Hunton comprendió que era verdad: un demonio se había apoderado del acero y los engranajes de la trituradora y la había convertido en algo dotado de vida propia.
—Gracias –dijo Jackson con solemnidad.
—¿Y ahora qué? –preguntó Hunton con tono lúgubre durante el viaje de regreso—. ¿Buscaremos un cura para exorcizarla?
Jackson resolló.
—Tendrías que afanarte mucho para encontrar uno que no te distraiga con algunos folletos mientras telefonea al manicomio. Esto corre por nuestra cuenta, Johnny.
—¿Podremos hacerlo solos?
—Quizá sí. El problema es el siguiente: Sabemos que en la trituradora hay algo, pero no sabemos qué. –Hunton sintió un escalofrío, como si lo hubiera tocado un dedo descarnado—. Hay muchísimos demonios. ¿El que nos peocupa pertenece al círculo de Bubastis o al de Pan? ¿O al de Baal? ¿O al de la deidad cristiana que llamamos Satán? Lo ignoramos. Si nos encontráramos frente a un hechizo deliberado, el remedio sería más fácil. Pero éste parece ser un caso de posesión fortuita. –Jackson se pasó la mano por el cabello—. Sí, se trata de la sangre de una virgen. Pero esto no reduce las posibilidades. Tenemos que estar seguros, absolutamente seguros.
—¿Por qué –inquirió Hunton bruscamente—. ¿Por qué no reunimos un montón de fórmulas de exorcismo y las probamos todas?
La expresión de Jackson se enfrió.
—Éste no es un juego de policías y ladrones, Johnny. Por Dios, ni lo pienses. El rito del exorcismo entraña un gravísimo peligro. En cierta manera se parece a la fusión nuclear controlada. Podríamos cometer un error y autodestruirnos. El demonio está atrapado en esa máquina. Pero si le das una oportunidad podría...
—¿Podría salir?
—Le encantaría salir –asintió Jackson amargamente—. Y le gusta matar.
Cuando Jackson le visitó al día siguiente, por la noche, Hunton había enviado a su esposa y a su hija al cine. Tenían la sala para ellos solos y Hunton se alegró de ello. Aún le resultaba difícil aceptar que era verdad lo que sucedía.
—Suspendí mis clases –anunció Jackson—, y pasé el día estudiando algunos de los libros más abominables que puedas imaginar. Esta tarde alimenté la computadora con más de treinta fórmulas para invocar demonios. Compilé una serie de elementos comunes. Son asombrosamente pocos.
Le mostró la lista a Hunton: sangre de viergen, polvo de tumba, mano de gloria, sangre de murciélago, musgo nocturno, casco de caballo, ojo de escuerzo.
Habían otros, todos secundarios.
—Casco de caballo –murmuró Hunton con tono pensativo—. Qué curioso...
—Es muy común. En verdad...
—¿Estos elementos, cualquiera de ellos, se podrían interpretar libremente? –le interrumpió Hunton.
¿Lo que quieres saber es si el musgo nocturno se puede sustituir por un liquen recogido de noche, por ejemplo?
—Sí.
—Es muy probable que sí –respondió Jackson—. A menudo las fórmulas mágicas son ambiguas y elásticas. Las artes diabólicas han dejado siempre un amplio margen para la creatividad.
—El casco de caballo se puede remplazar por un postre de gelatina –comentó Hunton—. Abunda en las bolsas de merienda. El día en que murió la señora Frawley vi una caja de ese producto debajo de la plataforma para sábanas de la máquina de planchar. La gelatina se fabrica con cascos de caballo.
Jackson hizo un ademán afirmativo.
—¿Algo más?
—La sangre de murciélago..., bien, ése es un local grande. Hay muchos rincones y recovecos oscuros. Es probable que haya murciélagos, aunque dudo que la empresa lo admita. Uno de ellos podría haber quedado atrapado en la trituradora.
Jackson se echó la cabeza hacia atrás y se frotó con los nudillos sus ojos inyectados en sangre.
—Coincide... todo coincide.
—¿De veras?
—Sí. Creo que podemos descartar tranquilamente la mano de gloria. Ciertamente, nadie dejó caer una mano en la máquina antes de la muerte de la señora Frawley. Y estoy seguro de que la belladona no es una planta que se de en esta zona.
—¿El polvo de tumba?
—¿Qué te parece?
Tendría que haber sido una endemoniada coincidencia –manifestó Hunton—. El cementerio más próximo está en Pleasant Hill, o sea a casi ocho kilómetros de la lavandería <>.
—Muy bien –dijo Jackson—. Le pedía al operador de la computadora (el cual creyó que me estaba preparando para una fantochada de la noche de brujas) que recompusiera todos los elementos primarios y secundarios de la lista. Todas las combinaciones posibles. Eliminé doce que eran completamente absurdas. Las otras encajan en categorías bastante específicas. Los elementos que hemos aislado figuran en una de ellas.
—¿Cuál es?
Jackson sonrió.
—Una muy sencilla. El mito proviene de Sudamérica, con ramificaciones en el Caribe. Está emparentado con el vudú. Los libros que consulté sostienen que las divinidades participantes son de menor cuantía, cuando se las compara con algunos de los auténticos colosos, como Saddath o El Innombrable. El ocupante de la máquina saldrá disparado como un matón de barrio.
—¿Cómo lo conseguiremos?
—Bastarán un poco de agua bendita y una pizca de hostia consagrada. Y podremos leerle un pasaje del Levítico. Magia blanca cristiana, y nada más.
—¿Estás seguro de que no es algo peor?
—No entiendo cómo podría serlo –contestó Jackson con tono pensativo—. Te confieso que me preocupó la mano de gloria. Ése es un embrujo muy negro. Una magia muy potente.
—¿El agua bendita no la neutralizaría?
—Un demonio invocado con la ayuda de la mano de gloria podría devorarse una pila de Biblias como desayuno. Correríamos un gran peligro si nos enfrentáramos con algo así. Sería mejor demontar el maldito artefacto.
—Bien, no estás totalmente seguro...
—No, pero sí estoy bastante seguro. Todo encaja muy bien.
—¿Cuándo?
—Cuanto antes, mejor –dictaminó Jackson—. ¿Cómo entraremos? ¿Romperemos una ventana?
Hunton sonrió, metió la mano en el bolsillo y agitó una llave delante de la nariz de Jackson.
—¿Quién te la dio? ¿Gartley?
—No –respondió Hunton—. Un inspector oficial llamado Martin.
—¿Sabe lo que planeamos hacer?
—Creo que lo sospecha. Hace un par de semanas me contó una extraña historia.
—¿Acerca de la trituradora?
—No –dijo Hunton—. Acerca de una nevera. Ven.
Adelle Frawley estaba muerta. Yacía en su ataúd, cosida por el paciente empleado de una funeraria. Pero quizás una parte de su espíritu perduraba en la máquina, y si era así, esa parte debió lanzar un grito. Ella debería haberlo sabido, podría haberles alertado. Adelle Frawley hacía mal la digestión, y para combatir este malestar común tomaba una vulgar tableta digestiva llamada E-Z Gel, que se podía comprar en cualquier farmacia, sin receta, por setenta y nueve céntimos. La caja ostenta una advertencia impresa: Los enfermos de glaucoma no deben consumir E-Z Gel, porque su ingrediente activo agrava esta dolencia. Lamentablemente, Adelle Frawley no padecía esta dolencia. Podría haber recordado el día en que, poco antes de que Sherry Oulette se cortara la mano, ella había dejado caer por descuido en la trituradora una caja llena de tabletas de E-Z Gel. Pero estaba muerta, ajena al hecho de que el ingrediente activo que aliviaba su gastritis era un derivado químico de la belladona, a la que en algunos países europeos se la conocía, curiosamente, por el nombre de mano de gloria.
En el espectral silencio de la lavandería <> se produjo un súbito chasquido lúgubre: un murciélago revoloteó demencialmente hacia el agujero donde había instalado su nido, en la capa aislante que recubría las secadoras, cubriéndose la facha ciega con sus alas plegadas.
El ruido sonó casi como una risita.
La trituradora empezó a funcionar con un chirrido súbito, trepidante: las correas se aceleraron en medio de la oscuridad, los dientes se engranaron e intercalaron y crepitaron, y los pesados rodillos pulverizadores giraron sin cesar.
Estaba lista para recibirlos.
Cuando Hunton entró en el aparcamiento era poco después de medianoche y la luna estaba oculta detrás de las nubes que desfilaban por el cielo. Aplicó los frenos y apagó los faros con el mismo movimiento. La frente de Jackson casi se golpeó contra el tablero acolchado.
Cortó el contacto del motor y el rítmico golpeteo-siseo-golpeteo se oyó con más nitidez.
—Es la trituradora –murmuró en voz baja—. Es la trituradora. Funciona sola. En mitad de la noche.
Permanecieron un momento callados, sintiendo que el miedo les trepaba por las piernas.
—Está bien –dijo Hunton—. Adelante.
Se apearon y caminaron hasta el edificio, mientras el ruido de la trituradora se intensificaba. Cuando Hunton introdujo la llave en la cerradura de la puerta de servicio, tuvo la impresión de que la máquina parecía viva, como si estuviera respirando con fuertes resuellos caliente y hablando consigo misma con siseantes susurros sardónicos.
—De pronto me siento feliz de que me acompañe un policía –comentó Jackson. Pasó al otro lado el bolso marrón que sostenía debajo del brazo. Dentro había un frasquito de jalea envuelto en papel encerado, lleno de agua bendita, y una Biblia.
Entraron y Hunton accionó los interruptores de luz próximos a la puerta. Los tubos fluorescentes parpadearon y cobraron una fía vida. Simultáneamente se detuvo la trituradora.
Un velo de vapor flotaba sobre sus rodillos. Los esperaba en medio de su flamante y ominoso silencio.
—Dios, qué fea es –susurró Jackson.
—Vamos –dijo Hunton—. Andes de que nos acobardemos.
Se acercaron al artefacto. La barra de seguridad estaba baja, sobre la correa que alimentaba la máquina.
Hunton estiró la mano.
—Ya estamos bastante cerca, Mark. Dame el material y dime qué debo hacer.
—Pero...
—No discutas.
Jacson le entregó el bolso y Hunton lo depositó sobre la mesa para sábanas. Le dio la Biblia a Jackson.
—Voy a leer –anunció Jackson—. Cuando te haga una seña, rocía el agua bendita sobre la máquina con los dedos. Di: <> ¿Has entendido?
—Sí.
—Cuando repita la seña, rompe la hostia y repite el ensalmo.
—¿Cómo sabremos si da resultado?
—Lo sabrás. Es posible que el demonio rompa todas las ventanas del edificio al salir. Si fracasamos la primera vez, repetiremos la operación hasta que resulte.
—Estoy muerto de miedo –dijo Hunton.
—En verdad, yo también.
—Si nos hemos equivocado respecto de la mano de gloria...
—No nos hemos equivocado. Adelante.
Jackson empezó a recitar. Su voz llenó de ecos espectrales la lavandería vacía.
—No tomes ídolos, ni te fabriques dioses de metal fundido. Soy el Señor tu Dios... –Las palabras cayeron como piedras en el silencio que había impregnado súbitamente de un frío sepulcral. La trituradora permanecía quieta y muda bajo las luces fluorescentes, y a Hunton le pareció que seguía sonriendo—. ...Y la tierra te vomitará por haberla profanado, como vomitó naciones delante de ti. –Jackson levantó la vista, con el rostro tenso, e hizo una seña.
Hunton rocío agua bendita sobre la correa de alimentación.
Se produjo un súbito alarido rechinante de metal torturado. De los lugares donde había caído el agua bendita sobre la correa se desprendió una nube de humo que se enroscó y tiñó de rojo. De pronto la trituradora cobró vida.
—¡Lo tenemos! –gritó Jackson por encima del creciente clamor—. ¡Lo hemos puesto en fuga!
Empezó a leer de nuevo, cubriendo con su voz el estrépito de la maquinaria. Le hizo otra seña a Hunton, y éste espolvoreó un trozo de hostia. En ese momento le acometió repentinamente un pánico paralizante, una súbita y vívida sensación de que habían fracasado, de que la máquina había descubierto la trampa... y era más fuerte.
La voz de Jackson se seguía elevando, acercándose al clímax.
Empezaron a saltar chispas por el arco que separaba el motor principal del secundario. El olor de ozono saturó el aire, recordando el tufo de la sangre caliente. Ahora el motor principal echaba humo y la trituradora funcionaba con una velocidad demencial, vertiginosa: el contacto de un dedo con la correa central habría bastado para que el cuerpo íntegro fuese succionado y reducido a un pingajo sanguinolento en sólo unos segundos. El hormigón vibraba y temblaba bajos sus pies.
Un cojinete reventó con un centelleo fulminante de luz purpúrea, poblando el aire con un olor de tempestades, pero la trituradora siguió funcionando, más y más de prisa, de modo que las correas y los rodillos y los engranajes giraban con una rapidez que parecía unirlos, amalgamarlos, modificarlos, fundirlos, transmutarlos...
Hunton, que estaba como hipnotizado, retrocedió súbitamente un paso.
—¡Aléjate! –gritó por encima de la estridencia.
—¡Ya casi lo tenemos! –aulló a su vez Jackson—. Por qué...
de pronto se oyó un indescriptible estruendo desgarrante y una fisura abierta en el piso corrió hacia ellos y los dejó atrás, ensanchándose. Se produjo una erupción de cascotes de hormigón antiguo.
Jackson miró la trituradora y lanzó un alarido.
Trataba de desprenderse del hormigón, debatiéndose como un dinosaurio atrapado en un pozo de brea. Y ya no era precisamente una máquina de planchar. Seguía transformándose, fundiéndose. El cable de 550 voltios cayó dentro de los rodillos, escupiendo llamaradas azules, y fue devorado. Por un momento les miraron dos bolas de fuego semejante a ojos centelleantes, ojos cargados de un apetito colosal y frío.
Se abrió otra grieta en el piso. La trituradora se inclinó hacia ellos, a punto de librarse de sus amarras de hormigón. Les hacía muecas: la barra de seguridad se había levantado y lo que vio Hunton fue una boca descomunal, voraz, llena de vapor.
Se volvieron para huir, y otra fisura zigzagueó a sus pies. Detrás de ellos la mole se zafó con un rugido ululante. Hunton sorteó la brecha pero Jackson tropezó y cayó despatarrado.
Hunton se volvió para ayudarle y una sombra gigantesca, amorfa, bloqueó los tubos fluorescentes.
Se erguía sobre Jackson, que yacía de espaldas, mirándola con un silencioso rictus de terror: la perfecta víctima propiciatoria. Hunton sólo tuvo una confusa visión de algo negro y movedizo que se alzaba sobre ellos hasta una altura portentosa, de algo con rutilantes ojos eléctricos del tamaño de balones de fútbol, de una boca abierta con una lengua reptante de lona.
Huyó, seguido por el grito agonizante de Jackson.
Cuando Roger Martin se levantó por fin de la cama para responder a los timbrazos, apenas empezaba a despertarse. Pero cuando Hunton entró tambaleándose, la conmoción lo devolvió brutalmente a la realidad.
Los ojos de Hunton estaban desorbitados como los de un loco, y sus manos agarrotadas arañaron la pechera de la bata de Martin. Tenía un pequeño corte sangrante en la mejilla y sus facciones estaban salpicadas de motas grises de cemento pulverizado.
Sus cabellos habían encanecido y tenían una blancura cadavérica.
—Ayúdeme... por el amor de Dios, ayúdeme. Mark ha muerto. Jackson ha muerto.
—Cálmese –dijo Marti—. Venga a la sala.
Hunton le siguió, gimiendo guturalmente como un perro.
Martin le escanció una ración generosa de <> y Hunton sostuvo el vaso entre ambas manos, tragando con dificultad el licor puro. El vaso cayó al suelo, olvidado, y sus manos volvieron a buscar las solapas de Martin, como fantasmas errantes.
—La trituradora mató a Mark Jackson. ¡Puede... puede oh Dios, puede salir! ¡No debemos permitir que escape! No podemos... no... oh...
Empezó a gritar, y el suyo fue un grito alucinante, convulsivo, que fluctuaba en ciclos entrecortados.
Martin intentó servirle otro trago, pero Hunton lo apartó con un manotazo.
—Tenemos que incendiarla –dijo—. Tenemos que incendiarla antes de que pueda salir. ¿Qué sucederá si escapa? Oh, Jesús, qué...
De pronto sus ojos titilaron, se pusieron vidriosos, giraron hacia arriba hasta dejar al descubierto las escleróticas, y se desplomó desmayado.
La señora Martin estaba en el umbral, estrujando la bata sobre su cuello.
—¿Quién es, Rog? ¿Está chalado? Me pareció... –tiritó.
—No creo que esté chalado –respondió Martin. La sombra de miedo enfermizo que cruzó por el rostro de su marido la asustó bruscamente—. Dios, ojalá haya llegado a tiempo.
Se volvió hacia el teléfono, cogió el auricular, se inmovilizó.
Un ruido vago, creciente, llegaba desde el este de la casa, siguiendo el mismo trayecto que Hunton. Un sistemático traqueteo rechinante, cada vez más fuerte. La ventana de la sala estaba entreabierta y entonces martín captó un olor macabro en la brisa. Un olor de ozono... o de sangre.
Permaneció con la mano apoyada sobre el teléfono inútil mientras el estruendo aumentaba más y más de volumen, crujiendo y bufando. Algo caliente, humeante, marchaba por las calles. El tufo de sangre llenó la habitación.
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